Cuando
se menciona la palabra éxito, generalmente se le asocia con el logro de una
meta, meta que puede ser personal, profesional, social, etcétera así como
material, económica, intelectual, etcétera; pero en esa perspectiva no debemos
perder la visión que el origen y destino de todos nuestros esfuerzos somos
nosotros mismos por lo que conseguir la meta no debe pasar por perder nuestra
esencia.
Siempre
he dicho que la vida nunca deja de sorprendernos… ni de enseñarnos. Cuando
nacemos somos como un lienzo en blanco donde se irán plasmando todas nuestras
experiencias, tanto nuestros aciertos como nuestros errores, pero ese lienzo
blanco que de inicio no está supeditado más que a vivir conforme crecemos
comienzan a definirse ciertas metas a las cuales supeditamos nuestro esfuerzo.
Todos
conocemos el caso de gente que pudiéramos señalar como de éxito: cantantes,
actores, magnates, de los cuales luego nos consterna las noticias de los
escándalos de drogas o alcohol en los que se ven envueltos por no decir otros desenlaces
aún más impactantes. Cuando uno descuida su parte interna, ese esfuerzo por el
logro y la conquista, aun cuando las metas sean logradas, se transforma en un
vacío que avasalla y termina por doblegarnos.
Todos
tenemos gustos, deseos y necesidades que se transforman en los objetivos que
queremos lograr, de la misma forma esas metas que nos ponemos requerirán que le
dediquemos tiempo y esfuerzo, por decir lo menos, tiempo y esfuerzo que será la
moneda con la que paguemos por lo que deseamos obtener. Solo que en ambos casos
lo que está detrás de ese tiempo y ese esfuerzo no es otra cosa más que la vida
misma. Así es: nuestra vida. ¿Qué precio le podrías a eso?
Esa
pregunta tiene la intención de hacerte reflexionar sobre las metas y objetivos que
persigues, dado que tu vida es algo a lo que no puede ponérsele precio es obvio
suponer que las metas y objetivos que nos pongamos deben ser lo más trascendentes
posibles, de otra forma haremos un mal negocio y no solo eso sino que nos
sentiremos vacíos al final.
Esa
sensación de vacío se da precisamente porque nos vaciamos en nuestro andar
hacia lo que queríamos lograr. Tal como se expresa en el párrafo anterior: dimos
nuestra vida a la que no puede ponérsele precio por algo que tal vez es de valor
ínfimo si comparamos con la vida por lo que al final nos quedamos con menos (si
no es que con nada) de cómo comenzamos.
¿Cómo
puede uno siquiera intuir si va por buen camino? Un indicador es la forma en
que te sientes. De la misma manera que cuando uno come algo en mal estado, si
en tu vida vas avanzando por el camino incorrecto tendrás esa sensación de que
algo no está bien. Por el contrario, si en cada paso sientes un gozo, o al menos
el balance entre las sensaciones buenas y las malas es positivo, puedes confiar
que vas por buen camino.
Pero
no somos solo seres de instinto, sino también de razón, así que otra forma que
complementa lo anterior es pensar sobre lo que hacemos, por qué lo hacemos y
para qué lo hacemos. Saber, entender y comprender el sentido que tiene nuestra vida
y el sentido que queremos darle.
Esas
dos maneras, el instinto (la sensación relativa a nuestro andar por la vida) y la
razón (el sentido racional que le damos a nuestra existencia), son dos maneras en la que podemos ir tomando la temperatura de
nuestra vida para garantizar una vida no solo plena sino trascendente, después
de todo recuerda que triunfar pero perder la esencia de uno es pagar un precio
muy alto por el éxito.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
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