La
vida es una interacción constante entre diferentes fuerzas y diferentes actores,
en esa interacción la dinámica de dar y recibir se vuelve parte fundamental,
como fundamental debe ser el hecho de cuidar nuestra participación en esta
interacción para no buscar fuera de nosotros un reconocimiento que debe estar
en nuestro interior.
Todos
conocemos la historia del anciano, el niño y el burro. Un anciano, un niño y un
burro iban por un camino y la gente primero criticaba fueran a pie cuando tenían
el burro, luego criticaban fueran los dos sobre el burro forzando al animal, luego
criticaban que el anciano fuera encima mientras el niño caminaba, luego que el
niño fuera encima mientras el viejo iba a pie, la moraleja final es que no
puede dársele gusto a todo mundo y en eso puede uno perder su propia esencia.
Si
bien la moraleja del cuento anterior es muy clara, esa claridad pareciera difuminarse
en la vida cotidiana donde en ocasiones lo que guía nuestro andar pareciera más
bien ser el querer recibir un reconocimiento, reconocimiento que más bien
debería ser buscado en nuestro interior.
Recuerdo
en una ocasión la historia que me contó una religiosa (supongo a manera más
bien de reflexión que de realidad concreta). Una orden de religiosas buscaba
afanosamente que se reconociera a su fundadora como una persona santa.
Empujaban el proceso presentando todo lo necesario para que esto se diera y
todos los días iban y rezaban ante la imagen de la fundadora pidiendo su intervención
para el éxito de esta tarea. La historia termina en el sentido que finalmente
no se concedió el reconocimiento a la santidad de la fundadora, es así como la
encargada de todo el proceso se presenta en oración ante la imagen de su
fundadora para informarle de esto y dicen (aquí viene la reflexión) que la imagen
hizo un movimiento y expresó unas palabras: levantó los hombros y lo único que
dijo fue “ni modo”.
La
reflexión de la historia anterior gira en el sentido de que para la fundadora
el reconocimiento externo era algo completa y totalmente secundario, su caminar
por la vida había sido otro y estaba tan completa, tan llena, tan satisfecha,
que el no obtener el reconocimiento externo realmente no tenía mayor
trascendencia.
Lo
anterior no quiere decir que nos convirtamos en islas donde no consideremos a los
demás, lo que quiere decir es que pongamos los caballos delante de la carreta (como
coloquialmente se dice), es decir, que el orden de ideas en cuanto a prioridades
en nuestra vida sea el correcto.
Piensa
por un momento en toda esa gente que en ocasiones has tratado de agradar,
¿dónde están?, tal vez algunos sigan en tu vida, pero otros, muchos otros, ya
habrán pasado por ello. Entonces, ¿dónde quedó ese esfuerzo por obtener su
reconocimiento? Lo que es peor: ¿qué pasa cuando las exigencias de los demás
son contradictorias no solo entre ellos sino contigo mismo?
La
claridad en la vida implica que uno sabe concretamente qué es lo que uno desea,
como piensa conseguirlo, pero, y más importante, que puede uno responder a los
¿qué? y ¿para qué? con lo que le da sentido a la existencia. Y así, en esa
claridad, el reconocimiento externo se vuelve secundario pues la satisfacción
del andar por el camino elegido hace satisfactorio simplemente recorrerlo.
La
vida está llena de retos, de desafíos, de luchas, en la medida que nuestros esfuerzos
estén dirigidos y motivados desde y por nosotros mismos, podremos aspirar a una
vida plena donde la satisfacción por la realización personal sea nuestro
principal reconocimiento.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
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