Cuando nos fijamos una meta suceden dos cosas. Una muy perceptible es la manera con que cada paso nos acerca a la meta, la otra menos perceptible son los cambios internos y personales que produce en nosotros ese andar.
Las
metas surgen de las necesidades o deseos que todos como humanos tenemos. Hay
metas materiales otras intelectuales e incluso espirituales, las hay del corto,
mediano y largo plazo, también hay metas individualistas y otras que por ser
compartidas se vuelven colectivas, pero todas las metas comparten algo en común
y es el hecho de que quien la persigue está dispuesto a dar algo a cambio de
esa meta, generalmente tiempo, recursos y esfuerzo.
Cuando
de recursos personales hablamos, sea este nuestro tiempo, nuestros recursos o
nuestro esfuerzo, es normal y natural que estemos dispuestos a darlos a cambio
de conseguir la meta que nos hemos planteado, esa es la percepción subjetiva
del valor: consideramos de mayor valor lo que hemos de obtener que lo que
entregamos a cambio.
Pero
de la misma forma hay que ver que eso que entregamos implica que cedemos
aspectos que tienen que ver con nosotros mismos y que por lo tanto reconfiguran
nuestra misma persona y traen aparejados cambios que generalmente no
consideramos, ¿y por qué no consideramos esos cambios en nuestra persona?, pues
por la simple y sencilla razón de la complejidad de las variables y sus
interrelaciones que hacen imposible el saber que va a pasar con nosotros en el
camino hacia la meta.
Pero
el no saber que va a pasar no quiere decir que no nos vayamos dando cuenta de
qué es lo que va pasando y en función de eso evaluarlo y en caso de ser
necesario ajustar nuestro andar. ¿Cuántos casos no podríamos enumerar de personas
que llegan a las metas de éxito o triunfo que se han planteado pero que al
final terminan peor como individuos que como comenzaron? Eso es porque no había
nada de mayor importancia (que no confundir con valor) que la meta trazada,
siendo que estuvieron dispuestos a sacrificar lo que fuera por alcanzarla, el
problema es cuando se sacrifican cosas de mayor valor que la meta como el carácter,
el autorespeto, la honestidad, la congruencia, la veracidad, la tranquilidad,
la familia, los valores, etc.
Para
cuidar lo anterior se requieren dos cosas, una es tener muy en claro cuáles son
aquellos valores que nos definen como personas y que consideramos que no son
susceptibles de sacrificarse por una meta, lo otro es hacer de vez en cuando un
alto en el camino hacia la meta para vernos y sabernos y entender qué cambios
se han dado en nuestra persona, sobre todo cambios profundos en este sentido.
Es así como podemos ver qué el éxito entonces tiene dos vertientes: una se
refiere propiamente a la consecución de las metas que uno se plantea, pero la otra
tiene que ver con la mejora como persona que pudiéramos experimentar como parte
del andar hacia esa meta.
Cuando
uno descuida lo segundo es cuando se dan los vacíos depresivos pues la meta
(que es algo externo) no alcanza a compensar lo perdido como personas (que es
algo interno), de ahí tener muy en claro qué cosa quiere uno y en qué persona
quiere transformarse uno, después de todo éxito no solo es lograr una meta,
sino también saberte mejor que cuando comenzaste tu andar.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
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Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
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